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DEBATE ABIERTO, la página de Roberto Pérez Betancourt

Crónica de domingo: Los amigos que se te desprenden como Islas

Crónica de domingo: Los amigos que se te desprenden como Islas

Les propongo hoy esta crónica tomada del periódico Girón, de la provincia de Matanzas, cuyo autor tuve el honor de tener entre mis alumnos en años recientes, y a quien considero entre los más destacados cronistas de nuestra actualidad periodística, del que pueden aprender antiguos y debutantes cultores del género. Roberto Pérez Betancourt.

Crónica de domingo: Los amigos que se te desprenden como Islas

Guillermo Carmona Rodríguez — 17 de septiembre de 2023 

Hace poco, al abrir el WhatsApp, encuentro el mensaje de una amiga: “Guille, no me vayas a matar”. Le seguía una foto suya en el aeropuerto. En una mano sostenía el pasaporte y detrás de ella, a través de un cristal, se contemplaba el hocico de un avión. “Quise decírtelo, pero tú sabes cómo es eso”. 

Mi primera reacción fue acordarme de un viejo show en que el humorista aseguraba que los cubanos no avisaban cuando iban a viajar, porque temían que se lo echaran a perder con el mal de ojo, sin importar cuántas lenguas con un puñal atravesado tuvieran detrás de la puerta. Quizá recordé el chiste como la manera de engrasar las bisagras de una ventana que he abierto demasiado en estos tiempos y que ya me pesa volverlo a hacer: la tristeza de saber que otro amigo se marcha. 

Luego pensé que tal vez era mejor así, sin aviso. En las despedidas a uno se le mete una basurita en el ojo, o a veces te da por hacerte el duro o el macho y después te arrepientes durante meses por ser tan guanajo y no haberle dado ese último abrazo. “Mucha suerte en todo lo que te propongas —le contesté a mi amiga—, y recuerda que uso el 42 de zapato”. El humor de nuevo como una de las formas más tontas y más efectivas de darle un esquinazo a la verdad.  

Desde pequeño uno se acostumbra a la emigración o por lo menos aprende a vivir con ella. Hay una vieja canción de timba que decía algo como que “todo cubano tiene familia en el campo”; pero también habría que decir que casi todo cubano tiene familia AFUERA, esa palabra que designa cualquier lugar del mundo menos la Isla: padres, hermanos, tíos, primos. Aprendimos a crecer con ellos al otro lado de un teléfono o de un chat, y a esperar que entre el trabajo y la renta y los pagos a plazos del carro nuevo puedan darse un saltico por aquí. Ellos son familia. No los escogimos. Más cerca o más lejos, reaparecerán; antes o después, sabremos de ellos. La sangre llama, a menos que el corazón bombee agua con azúcar.  

Sin embargo, los amigos los hicimos a trompicones del azar: la maestra que sentó a aquel rubio pecoso al lado tuyo en segundo grado, la cola de cuatro horas para sacar el carnet de identidad en que necesitabas hablar con alguien o el aburrimiento te convertiría en piedra, aquella fiesta en que llegó esa tipa que te mareaba con tanta labia descontrolada y te percatas de que al igual que tú estaba ahí para matar la soledad de los viernes en la noche.  

Al contrario de la familia, los escogimos y decidimos quedarnos a su lado. Nos pudimos haber fajado por volver con aquella ex, que Chernóbil en comparación suya fue un petardo con la pólvora mojada, o porque no pensábamos que el país, como una gran canoa, remara en el sentido correcto. Entonces nos gritábamos horrores, nos mandábamos “pa casa del carajo”, pero en par de días todo había pasado y se cerraban las hostilidades con una cerveza o un “nos queremos mucho para estar fajados por esta bobería”. 

Puedes entender que todos tengan el derecho de señalar con un dedo una tierra en el mapamundi y decidir que esa será su tierra a partir de ahora, o que no le quede más remedio que recoger sus bártulos y marcharse, porque creen  que allá serán más felices que aquí. Cada cual tiene su proyecto de vida y por tanto hay que respetárselo, como mismo uno quiere que lo hagan con el suyo de quedarse. Mas, no significa que no te duela. Hay una vieja canción de jazz que aplica muy bien aquí: “cada vez que decimos adiós morimos un poco”. En los últimos tiempos los adioses nos sobran, en los últimos tiempos las muertes en las picotas de la lejanía nos rodean. 

Ahora con Internet, que como el espejo de la madrastra malvada, o el Aleph de Borges, nos permite conectar cualesquiera dos puntos y saber cómo le va a este o aquel por sus publicaciones en las redes, la ruptura no es definitiva. Sin embargo, nunca será lo mismo. Ya no puedes levantar el teléfono y pedir SOS porque ella se largó de casa y te dejó de recuerdo sus fantasmas en su lado de la cama, o en la cocina mientras pela ajos o sabes que cuando dobles por aquella esquina no hay posibilidades que coincidan, como sucedió muchas veces antes, cuando ambos volvían al hogar del trabajo y el encuentro casual se transformó en un café para actualizarse del jefe HP, del niño que ya no cabe en la cuna, de los precios del arroz y la compota. 

Con el tiempo he aprendido a no averiguar si viran o cuándo. En verdad quiero decirles que los extraño, que esta Isla se siente mucho más Isla, mucho más sola sin ellos, pero no me sale. Por eso cuando nos escribimos les pregunto sobre asuntos de gente seria, “¿Ya les llegó el permiso de trabajo? ¿A cuánto le pagan la hora? ¿Por fin encontraste una renta barata?”, o por boberías, si por fin pudo dejar el cigarro o se acostumbró al suave porque allá fuerte no hay o si es verdad que en la Florida los caimanes son como perros callejeros y te los encuentras en todas partes o cómo se siente el tacto la nieve de Madrid. 

Me gustaría contarles que ella regresó y ahora pela ajos en la cocina y que voy a hacer una viodeollamada, aunque la conexión está de pi…, para hablar los tres, o que la discoteca que visitábamos en la universidad la cerraron o que el jefe está más HP que nunca, pero no quiero darle alas al gorrión, ni al suyo ni al mío. A veces me ablando un poco y en la despedida les escribo un “te quiero, mi hermano”, y siento que un pedazo de Isla se me desprende. 

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