Viaje al seno de las palabras
Roberto Pérez Betancourt
Mi nieto más pequeño ha hecho un barquito de papel de periódico y me propone subirnos a él y navegar por el ancho mar, como dice una canción que le gusta, y sin pensarlo dos veces agrega: “Ya estamos viajando, abuelo”, y mueve la frágil embarcación entre las patas de sillas y mesas sin dejar de imaginar lugares y mencionar palabras y palabras, incluidas algunas cuyo significado obviamente no comprende y otras del tipo “palabrotas”, que ha escuchado en la escuela, en la calle y vaya usted a saber en dónde más, incluida la propia casa…
Y así, mientras navegamos en nuestra barca de letras me viene a la mente el uso de las llamadas malas palabras, asunto que desde tiempos pretéritos ocupa la atención y las opiniones de maestros, periodistas y literatos, con variopintos puntos de vistas, expresados por conservadores o innovadores de la lengua.
Recuerdo a Miguel de Cervantes, autor español elogiado en todos los tiempos. En situaciones precisas él incluye vocablos que, en otros contextos, serían calificados de obscenos o por lo menos de mal gusto.
Sin dudas la vida cotidiana es la más fantástica de las aventuras imaginables, me digo a mi mismo, mientras escucho al nieto gritar: “¡Al abordaje!”, y enseguida alertarme: “¡Cuidado, abuelo, que puedes caerte!”.
La verdad es que cualquiera tropieza y cae, también en el hablar cotidiano, pero la conversación entre pensantes: el diálogo simple, el saludo, incluso la discusión de temas candentes, y la despedida, no necesitan vestirse con interjecciones mal sonantes, mucho menos si quien intenta comunicarse es un dirigente, un maestro o un estudiante.
No me refiero a “aceres”, “cúmbilas”, “consortes”, “pasmaos” y otras palabras y giros lingüísticos que han pasado a formar parte del habla entre ciertos grupos etarios, como ayer fueron, por ejemplo, “yénica” y “monina”.
Incluso en otros países, hasta suelen identificar al cubano por el empleo de tales semantemas coloquiales, los cuales, aunque a algunas personas les suenen mal, necesariamente no connotan alguna grosería u obscenidad, y se interpretan como parte del lenguaje sicológico, donde una sola palabra bien puesta equivale a una oración capaz por sí misma de transmitir emociones y sentimientos fuertes.
Abundan también los practicantes de lo que podríamos llamar “grosera jerga callejera”, que pretende denotar, machismo, rudeza, desenfado y reto. Incluye a hembras y varones incapaces de hilvanar una oración sin citar recurrentemente al órgano sexual masculino, aunque lo hagan con cierta ingenuidad, porque se acostumbraron a apuntalar así su imagen pública “de gente dura”.
Está científicamente probado: lenguaje y pensamiento van unívocamente unidos, son formadores del carácter, es decir, de acciones reiterativas de los seres humanos, de los que ya crecimos y sobre todo de los que están creciendo, a quienes tenemos el deber de aconsejar y enseñar, en el aula y en el hogar, con paciencia e inclusión, y también con argumentada firmeza.
Recuerdo que sobre todo esto a veces conversamos con los alumnos en clase, donde rememoramos algunos modernos diálogos de películas y seriales españoles, en los cuales ciertas palabras para nosotros éticamente prohibidas en los medios de difusión, como las descriptivas del trasero humano y los pechos femeninos, para ellos son normales y hasta graciosas, y las dicen y repiten sin miramientos.
Pero la verdad, no tengo explicación para este “¡Coño!”, con rabia, que ahora mismo grita mi nieto, porque el barquito de papel acaba de naufragar en un charco de agua derramada desde la mesa del comedor.
--¡Niño!, ¿qué cosa es esa?
Y él, sin encomendarse a Cervantes, responde.
--Nada, abuelo: nos ahogamos…
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