No pudieron impedirlo
Roberto Pérez Betancourt
Juanes y sus amigos sonaron alto y lindo desde la Plaza de la Revolución en La Habana, y el concierto la Paz sin fronteras se difundió el domingo por el mundo, acompañado de los aplausos y las alegrías sin edades de más millones de cubanos reunidos en torno del histórico escenario y frente a televisores.
Lindas canciones: clásicos y estrenos; mucho sentimiento compartido por la paz verdadera entre los hombres; horas de disfrute musical bajo el fuerte sol caribeño, inédito coro improvisado por incontables gargantas cubanas y de muchas otras nacionalidades reunidas en torno a la voluntad de amar, de reír, de derribar barreras.
No lo pudieron impedir avaros mercachifles, ni victimarios políticos vendepatrias, ni apocalípticos personajes corrompidos, ni histéricos rompe-discos de Miami…, parodiando la célebre canción de Amauri Pérez.
La prensa amarilla del sur de la Florida, arropada de tradicional aguafiestas, una vez más hizo el ridículo, después de haber orquestado su habitual campaña de agoreros vaticinios represivos en torno a la celebración del concierto.
El gran espectáculo trascendió las fronteras de la Isla y viajó hasta todos los que quisieron enterarse para disfrutar, al tiempo que comprobaban verdades sin mediadores acostumbrados a medrar; sin presentadores entrenados en manipular; sin “paparatsis” con cámaras ocultas, ni irreverentes cazadores de intimidades.
Se disfrutó la música y la legítima intención de tender puentes de paz.
Cuando el viernes Juanes arribó a La Habana, declaró su entusiasmo al constatar la alegría reinante: “La recompensa por todo el trabajo”, afirmó.
El concierto del domingo dio amplia respuesta a su única duda compartida con Miguel Bosé antes de la apertura: “¿Seremos capaces de cantar ante tanta gente y con tanta emoción?” Rebasaron las expectativas. Se echaron a la gente en el corazón y el fraternal sentimiento compartido trascendió fronteras.
In situ se percibió la contentura dinámica, y si algunas lágrimas escaparon a través de las pantallas de los televisores y en reuniones familiares, fueron de felicidad al sentir que desde La Habana las manos se extendían y los hermanos se abrazaban.
Hubo más: la certeza de que el histerismo desatado por los eternos usufructuarios de dádivas comparadoras de almas en quedaba reducido a sus propias conciencias.
Lobas aulladoras, incubadores de odio, vendedores de malas intenciones, captadores de oscuras voluntades, políticos y plumíferos de verbo tarifado, pagados y comprados, enmudecieron ante tanta verdad difundida.
La Habana fue una fiesta de domingo caliente, no solo en la Habana, sino de San Antonio a Maisí, pasando por la cayería del archipiélago entero.
La gente se divirtió y disfrutó sin pagar un centavo, sin gastar un ápice de dignidad, con legítima felicidad desbordante, esa que muestra sentimientos verdaderos de quienes olvidan agravios, borran rencores, miran hacia el futuro y abren puertas y ventanas a hermanos y hermanas, a todos los seres humanos de buena voluntad.
0 comentarios