Pesado legado de W. Bush abruma a Barack Obama
Roberto Pérez Betancourt
Poco antes de asumir la presidencia de Estados Unidos, Barack Obama se confiesa abrumado por las graves crisis que heredará de la administración saliente de W. Bush, el más impopular de los mandatarios que haya tenido esa nación.
Mientras, W. Bush, arropado con santas vestiduras, ante la prensa, invoca el nombre de Dios, con quien afirma conversar cada día. Confiesa, sin pudor, que incurrió en errores y, como pecador y sacerdote a la vez, se exculpa a sí mismo, achacando las responsabilidades a quienes, dice, lo asesoraron mal.
¿Qué le deja Bush a Obama en el menú presidencial?: un rosario de problemas y conflictos.
Fueron ocho años en los que el petrolero de Texas trató a sus vecinos de América Latina con la fría y cruel indiferencia con que sus ancestros veían el holocausto europeo mientras negociaban con la Alemania nazi.
Frescos están el trato injerencista, de corte fascistoide, hacia los legítimos gobiernos de Venezuela, Bolivia y Nicaragua; los denunciados intentos de magnicidio contra Hugo Chávez y Evo Morales; los cientos de millones de dólares dilapidados para intentar desestabilizar a Cuba, y el vergonzoso amparo a terroristas de origen cubano que deambulan por la Florida.
El inventario de problemas dejados sobre la mesa de Obama constituye récord. Tras reiterar no opinará sobre las guerras en Iraq y Afganistán hasta asumir la presidencia el 20 de este mes, admite que su primera prioridad resulta la crisis económica en expansión, de la cual se ha estado ocupando directamente.
Más allá de interpretaciones académicas sobre el fenómeno económico, el desempleo galopante en Estados Unidos alcanza a más de 11 millones 100 mil personas, a las que se añaden ocho millones de empleadas a tiempo parcial, más otro número voluminosos de quienes arriban a la edad laboral y no encuentran trabajo.
Hasta el último minuto, el ejecutivo saliente negó la crisis que se expandía bajo sus narices, estaba ocupado en justificar dislates que conllevaron gastos multimillonarios en dos guerras y desbordaron la deuda pública norteamericana a niveles sin precedentes, a la par que enriquecieron aún más a sus socios empresarios.
Esa es solo una parte de la herencia que deja la nefasta administración de W. Bush.
El legado arrastra también el odio de iraquíes y afganos, quienes han sobrevivido a las masacres yanquis, sin que todavía hallen respuesta a sus por qué, como tampoco la encuentran los palestinos que sufren el visto bueno de W. Bush a la sangrienta agresión sionista en la Franja de Gaza.
Sabe Obama que ese odio no se extinguirá por arte de magia el 20 de enero, pues esa fecha solo echará a andar un reloj que, minuto a minuto, marcará el tiempo de sus decisiones.
Deberá ponerse coto a las torturas y cerrar la cárcel de Guantánamo, territorio ilegalmente usurpado por EE.UU. a Cuba.
Obama también recibe un país con lacerada imagen internacional; el desamparo en los servicios de salud que hoy padecen 50 millones de estadounidenses y la cacería de inmigrantes que después de haber pagado impuestos durante decenios son deportados y separados de sus familias, sin garantía de futuro.
El inventario anterior es solo una muestra de la agenda que le deja Bush a Obama, la cual aguarda por las decisiones del nuevo Presidente norteamericano. Tendrá que afrontarla con la urgencia que requiere el tratamiento de un enfermo grave.
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