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DEBATE ABIERTO, la página de Roberto Pérez Betancourt

Indigestión o síndrome de los aplausos

Indigestión o síndrome de los  aplausos

Roberto Pérez Betancourt

 

Lo sabía, aunque intentaba negar la realidad evidente, sabía que volvería a encabezar los titulares del ridículo tras la votación en la Asamblea General de la ONU sobre el proyecto de Resolución que, por 26ava. ocasión, Cuba presentaría el primero de noviembre sobre la política de bloqueo económico, comercial y financiero.     

  El teléfono sonó en la oficina oval. Desde el capitolio le anticipaban  que diez influyentes senadores presentarían una petición formal para que considerara la abstención de Estados Unidos al momento de votar en el pleno de la ONU, así repetiría al menos la posición que había adoptado Obama en 2016 y se zafaría de muchas críticas.

 La sola alusión a imitar un acto de su predecesor le pareció indigno de su linaje: “Estados Unidos primero”, se escuchó así mismo y no titubeó. Inmediatamente Donald Trump se puso en contacto con Nikki Haley, su embajadora en las Naciones Unidas, para ratificar personalmente su decisión de bajar el pulgar al momento de emitir el sufragio, aun sabiendo que el resultado sería una paliza beisbolera: 191 por 2…, “al menos Israel era incondicional”.

  Equivalía a retroceder en el tiempo y que la nación de la que ahora era Presidente, volviera a ganar la rechifla mundial y siguiera perdiendo credibilidad internacional. Lo que más le dolía era saber que ni siquiera sus  muchos millones de dólares podrían atenuar  la indigestión que le ocasionaría aquel síndrome de los aplausos, insoportables a sus oídos, porque era como si  miles de  millones de manos de 191 países batieran palmas al unísono en apoyo a aquella islita caprichosa, que se negaba a los designios de él,  nada menos que él, rescatador de las soberbias añoranzas imperiales, castigador, incapaz de perdonar el pecado capital de no plegarse ante los designios del destino manifiesto: “Estados Unidos primero”, y Estados Unidos, este primero de noviembre de 2017, era Donald Trump. Después de todo, cuando Nikki Haley terminase de hablar, seguramente habría aplausos, muchos aplausos…

   Luego de las escatológicas palabras de la embajadora estadounidense intentando negar la realidad del bloqueo con arrogantes declaraciones sobre “la pérdida de tiempo de aquel debate”,  se escuchó un gran silencio en el pleno.

   Nadie aplaudió. Ni siquiera los oídos  comprometidos de agencias de noticias clásicas pudieron reflejar un “clap” a favor de la sinrazón.

   Luego que el Canciller cubano Bruno Rodríguez presentara el informe de Cuba, un torrente de palmoteos  había invadido el mismo recinto. Al conocerse el resultado de la votación, a los renovados aplausos se añadieron voces  de euforia por un nuevo triunfo moral de aquella mayoría contestataria.

  Lo sabía. Siempre lo había sabido: aquel ruido tremendo le provocaría indigestión y los males miles del síndrome de los aplausos no deseados. Pero él era el elegido y afrontaría el hecho ante las cámaras insidiosas de los horribles reporteros, con la mirada en alto, hacia el horizonte, el cabello rubio cuidadosamente peinado –para que no sigan repitiendo que es un tupé-, la corbata roja, la camisa blanca y el traje azul oscuro… Le dolía el estómago, pero intentó sonreír ante el espejo.    

(TVY)(03/11/17)

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